Sonidos que trasportan y llegan al alma

Sonidos que trasportan y llegan al alma
Orfeo (en griego Ορφέυς) es un personaje de la mitología griega, hijo de Apolo y la musa Calíope. Hereda de ellos el don de la música y la poesía. ...

lunes, 26 de septiembre de 2011

Abrazos del paraíso

Un rayo de sol que quiso colarse por la ventana de la habitación propició que despertara de mi letargo. Abrí los ojos, y miré a mi alrededor. Nada había cambiado, el habitáculo seguía siendo el mismo. La puerta, de color blanco, al igual que las paredes, permanecía cerrada.

Me incliné hacia el lado izquierdo de la cama, y puse los pies en el frío suelo, las heridas de mi cuerpo, a pesar de no haberse cerrado por completo, parecían estar en mejor estado que la noche anterior, y es que, el cuidado que había recibido me había devuelto las fuerzas, así como el medicamento. La Aescina frenó el proceso febril que padecía, por lo que me sentía mucho mejor, a pesar de mi aún debilitado cuerpo.

Me percaté mientras intentaba ponerme en pie que un ropaje nuevo, compuesto por una túnica de seda, color añil se encontraba sobre una silla que había cerca del ventanal. Entendí que ese ropaje sería para mí, ya que, había sido despojado de mi anterior vestuario.

Me acerqué a la túnica, y la palpé. Su suavidad parecía la piel de un ser hermoso, frágil y bello. Alcé mis brazos y me atavié con el suave ropaje, el cuál, contenía un cíngulo dorado a la altura de la cintura, que abroché despacio, mientras aún pensaba en lo sucedido.

Quizás, después de todo, Perséfone me había ayudado, y salvado de lo que hubiera sido una muerte segura, pero aún tenía que saber, quién era Erebus, que me protegió de las garras de Reda...Eran demasiadas dudas, y aún seguía aturdido.

Fue entonces cuando me dispuse a abrir la puerta que me llevaría hasta Perséfone. Agarré el pomo y estiré. Se trataba de un pasillo con paredes blanquecinas, de una extensa largura, donde se encontraban otras muchas otras puertas más, siempre adornadas por bustos y esculturas. Probablemente, sería la zona de los huéspedes de un palacio, aunque desconocía su localización.
Una sirvienta pasaba por el pasillo, y a ella me acerqué:

- Perdón, ¿sabría decirme dónde puedo encontrar a la doncella?

- La señora se encuentra fuera de palacio, saliendo muy temprano como de costumbre, señor. Contestó la sirvienta

Entonces decidí proseguir y buscar algo o alguien que me ayudara a explicar la situación, y una vez echo esto, echar a andar y encontrar a mi amada.
Bajé las escaleras del palacio, y observé que el lugar era mucho mayor de lo que había imaginado. Cuadros y grabados por las paredes, largos pasillos, mesas de madera oscura, lámparas de plata y oro en los salones, ventanales que llenaban de luz el paisaje que coronaba el palacio con vegetación, patios etc.. Todo era efímero, la paz que allí se respiraba era sorprendente. Nos encontrábamos en el paraíso de la muerte, sin embargo, todo albergaba un color, y una vida, que jamás había visto. Había incluso más color y más vida en esta zona del mundo de la muerte, que en el mundo de la propia vida.




Una sirvienta me ofreció en una plateada bandeja un desayuno compuesto de pan de piso en agua de tocosh puro y un vaso de agua de manantial.
Después del desayuno, me dispuse a salir de los salones del palacio, y abrí las puertas de uno de ellos, encontrándome con unas escaleras que llevaban directamente a un jardín, en el cuál se encontraban unas termas, donde se estaban aseando unas jóvenes. Bajé las escaleras y llegué a la zona más cercana de la terma, donde tendría la oportunidad de escuchar a las muchachas. Me situé tras una columna de espaldas a sus torsos.

Sus risas y su gracejo hacían presagiar la bondad de sus corazones, y así fue como aún permaneciendo tras una de las columnas que el jardín albergaba pregunté:
- Jóvenes, me encuentro desorientado y necesito saber qué lugar es éste, os ruego me ayuden a encontrar a la doncella del palacio, para agradecer su trato y posteriormente emprender mi marcha.

No obtuve respuesta, tan sólo las dulces risas de las muchachas, que tras escuchar mi voz, levantaron sus cuerpos de la terma y mientras sus cantares persistían, abandonaron el lugar.




Entendí que hasta el regreso de Perséfone era imposible saber qué habría pasado, y aunque podría haber proseguido mi camino, el gesto de ella hacía mí me hacía sentir en deuda con ella, y como gesto de gratitud esperaría su retorno.
Me despojé de la túnica añil, así como del vendaje, y me adentré en las aguas de la terma, cuya temperatura se antojaba tibia.
El canto de un pinzón que por allí se encontraría hacía aún más agradable el momento, mientras mi pecho se hundía en las cálidas aguas de la terma. La sensación de bienestar me hacía aún más necesitar aunque fuese por un instante a mi amada, aunque si la situación persistía, rápidamente volvería a estar con ella.

Puse mis brazos cruzados sobre el alfeízar de la terma, depositando mi cabeza sobre ellos, mientras mis ojos se cerraban, y es que, a pesar de mi mejoría, el cansancio persistía aún.

Una frágil y cálida mano se posó sobre mi espalda, acariciando con las yemas de los dedos palmo a palmo mi dorso. Subía con el dedo hasta la nuca, rozando mi pelo, y volvía a bajar hasta mis lumbares, volvía a subir, volvía a bajar.
Su tacto era tan bello, que paralizaba al que se dispusiera. Luego, su cabeza, se posó sobre mí, agarrando con sus brazos mi torso, hundiendo su pecho con mi espalda, depositando sus labios sobre mi nuca.

Entonces, su voz, tan fina, elegante y segura, dijo:

- Me alegra verte aquí Orfeo, el Elíseo nos espera para la eternidad.


Quedamos exhortos, nos miramos, y nos abrazamos.

martes, 20 de septiembre de 2011

El Palacio y un sorbo de Aescina

El cansancio y las heridas estaban haciendo mella en mi maltrecho cuerpo. Quise agradecer el gesto a Erebus, pero no pude. Una vez que intenté ponerme en pie, volví a caer mientras mi visión se nublaba, dificultando la visibilidad y todo lo que me rodeaba. Erebus me recogió con sus fornidos brazos, mientras los Buer persistían alrededor suya. Mis ojos se cerraron, mientras mi mente voló hacia Eurídice, y los momentos que con ella pasé. Son como una sinfonía que recorre mi cabeza por cada instante, y esa vez, tampoco podía faltar en la memoria su rostro angelical.



Habrían pasado varias horas desde que había perdido la conciencia puesto que me encontraba en otro lugar, con un paisaje a mi alrededor diametralmente opuesto a lo que estaba acostumbrado a ver desde el día en que llegué al Hades.
Se trataba de una habitación, con un ventanal que daba luz a cada esquina del lugar, el paisaje estaba repleto de vegetación. Tan pronto como pude me incorporé de la cama en la que descansaba bajo unas dulces sábanas que me habrían acompañado durante mi letargo.

Desconcertado, y ansioso por saber dónde me encontraba, y quién había sido aquél ser que me había salvado me dispuse a ponerme en pie. Entonces observé que mis manos habían sido vendadas, cuidadas y mimadas. Mi ropaje había sido tornado por un chitón blanco que cubría mi cuerpo, mis piernas también habían sido cuidadas; todo era demasiado bello para ser realidad.
Quizás aquél que me salvó, realmente fue quien me dio el descanso eterno, quizás había sido mi amada quien vino a cuidarme... No estaba seguro si estaba vivo o muerto, por lo que tampoco estaba seguro de quién podría haberse apiadado de mí, que hacía horas era un moribundo.
Fue entonces cuando decidí ponerme en pie, y asegurarme de una vez por todas, tenía que saber qué había pasado, dónde me encontraba.
Mis pies tocaron el frío suelo de la habitación, y al instante cayeron mis piernas. No estaba en condiciones de moverme, mucho menos cuando la herida de mi abdomen, que Reda había dejado marcada se abrió. Al punto, volvió a brotar sangre sobre la venda que cubría la herida.

-"Deberías descansar un poco más Orfeo, tu cuerpo está aún cansado, aunque no así tu espíritu"

Una bella voz femenina se hizo presente cerca de la habitación. Fue entonces cuando apareció.
Su hermoso rostro, su voluminoso cabello, su blanquecino color...Era ella, ¿pero cómo?. Pensé.
Perséfone no podía cuidarme, era algo totalmente irracional, más aún cuando había mandado aquél emisario para arrebatarme la vida. A menos que se tratara de una nueva trampa, utilizando algún mejunje que me hiciera dormir en el Hades por siempre.

Sin titubear, extendió su mano para ayudarme a levantarme del suelo. No podía creerlo, Perséfone, la esposa del rey del infierno intentaba ayudarme. No la creí.

- " Mi espíritu nunca se cansa, porque lo que busco es justo, doncella", afirmé entre balbuceo.

Su sonrisa no hacía presagiar ningún temor, al contrario, estaba tan llena de bondad, que casi parecía ser realmente esa Diosa de la que hablan cuando llega la época de las flores en la Tierra.
Puse una mano sobre el suelo para levantarme, pero sin éxito. Volvió a extenderme la mano. Sabía que sin ella, no podría levantarme, y asentí.

Me ayudó a tumbarme en la cama, previamente, retirando las blancas sábanas que envolvían el lecho, mientras el dolor en mi abdomen agudizaba.

- "Hebe, trae una vasija con agua y un racimo de Aescina, por favor", dijo Perséfone, poniendo su pálida mano sobre mi frente. - " Tienes fiebre, Orfeo, descansa, y déjate curar", susurró.
Su sirvienta, vino enseguida con la vasija, colocándola en un pupitre que se encontraba al lado derecho de la cama. Perséfone se arrodilló ante el lecho, y puso una tela mojada sobre mi frente para rebajar los grados de fiebre. Asimismo, me dio a probar un brebaje de Aescina, diciéndome:

- "Se trata de una planta que se usa para las heridas, bébetelo, confía en mí", siempre, sin soltar su mano sobre mi frente.

"- ¿Porqué debo creerte doncella?", preguntó mi débil voz.

- " Porque sin tí, la fuerza de las melodías se habrán desvanecido, ahora no es momento de charlas, confía en mí, y te prometo que mañana estarás mucho mejor", explicó.

¿Qué hacer?, era evidente que si proseguía de esa forma, la herida terminaría por acabar conmigo, había perdido mucha sangre y estaba demasiado débil. Acepté. Mis manos intentaron agarrar el vaso de Aescina, pero era imposible, las vendas lo impedían. Fue ella, quien con suma delicadeza, sorbo a sorbo fue obsequiándome con el medicamento.

Poco a poco, sentía cómo mis ojos se cerraban, mientras ella, seguía quedándose a mi lado, en aquella habitación que parecía propia de un cuento de hadas... Comencé a soñar, cerré los ojos, y quedé dormido lentamente.

jueves, 15 de septiembre de 2011

La rebelión de los Buer

Cerré los ojos, cuyas pupilas auguraban lágrimas, caí al suelo rendido por el dolor que cada vez acusaba de manera más aguda.
Volví a abrir los ojos cuando la espada volvió a retornar el mismo orificio perforado, aunque esta vez en dirección contraria. Mi verdugo estiró del mástil de la espada de sable con vigor. Atrapó mis manos y las esposó, arrastrándome hasta que me llevó hasta la parte trasera de un oscuro carro que tras de él se encontraba, donde me amarró las manos. Montó en él y ordenó a sus caballos echar a andar, mientras mi cuerpo se arrastraba por el suelo dejando en él un reguero de sangre que serviría de sagrado elixir para las criaturas del Hades.

No era capaz de pronunciar una palabra, así como ningún gesto ni grito de dolor. Tan solo mis lágrimas confirmaban el desconsuelo que sentía, y proseguí sintiéndolo hasta que el carro frenó por un momento de manera brusca. Intenté flexionar mis piernas para ponerme en pie y observar el lugar donde nos encontrábamos, pero mi extenuación era tal que las piernas poco más podían hacer, se encontraban como el resto de mi cuerpo, temblando. Intenté arrastrarme entonces por el suelo, y pude observar que nos encontrábamos ante unas puertas las cuáles se abrieron casi al unísono del relinche de uno de los caballos.

El carro poco a poco se adentró en un bosque de aspecto otoñal, donde la vegetación era una burda utopía, eran árboles inertes, troncos de los que no dan vida a la vida, repletos de amargura.

El lugar inhóspito albergaba una travesía de piedras, las cuáles pronto se harían con mi piel, arañándola, desgarrándola. Decidí entonces procurar soltarme, pero fue totalmente imposible, las esposas impedían ningún otro movimiento de mis manos, era imposible la salvación.
Llevaríamos un tiempo prudencial adentrándonos en aquél mortecino paisaje, cuando el carro paró bruscamente al instante de la orden de Reda, el relinchar de los caballos tronó en todo el bosque.

Mientras se paraba el carro, abrí los ojos de nuevo, puesto que era preferible salvaguardarlos de las piedras del camino. Pude oir cómo Reda bajaba del carro, mientras tanto, un sonido como si de bestias se tratara rugió en la zona. No podía predecir de qué se trataba, pero lo cierto es que, el caballero regresó a la parte trasera del carro, para blandir su espada de sable vigorosamente.

La voz de Reda sonó como si de un bárbaro se tratase, vociferando:

- Estáis en una zona sagrada, ¡largaos de aquí si no queréis que os arranque la piel a trozos!

El sonido de las criaturas pareció responderle puesto que volvieron a emitir el grave sonido anterior, aún con más fuerza. Incluso, parecían más cerca. Los sonidos que emitían se adentraban ya en mis entrañas.

Fue entonces cuando pude divisar de quiénes se trataba. Conseguí desplazarme hasta la rueda derecha del oscuro carro para poder observar los rostros de las criaturas que nos acechaban.
No entendía el porqué pero se trataba de Buer, o lo que es lo mismo, una legión de demonios. Los reconocí fácilmente por sus puntiagudas alas, cuyos aguijones son mortales creando previamente una alucinación, que acabará por sembrar las dudas sobre la vida.

Estaban aún situados en zona escarpada del propio bosque, cuando Reda echó a andar sin ningún tipo de temor, situándose concretamente bajo la misma montaña.



La legión de los Buer se acercó prácticamente al precipicio, y uno a uno comenzaron a desplegar sus alas para prepararse para el ataque. Por su parte, Reda agarró la espada de sable y la situó a ras de su cara. Clavó la espada en el pecho del primer Buer, una vez que le traspasó su órgano vital, la retiró velozmente, mientras el resto de demonios volvía al ataque.
Los gritos de las bestias clamaban sobre el bosque, así como Reda que recibió el primero de los aguijones en el brazo izquierdo; éste sin pensarlo cogió su espada y de un tajo se cortó el brazo impidiendo así el avance del veneno.

Los caballos relinchaban de miedo, mientras intentaba soltarme de una vez. Las pocas fuerzas que me quedaban debían servirme para retirarme de la batalla puesto que si Reda era temible, los demonios podrían acabar conmigo cuando se lo propusieran. No era momento de pensar en nada más, clamé ayuda divina, y aterrorizado comencé a estirar de la cuerda que me unía al carro. Los gritos de Reda hacían presagiar que los aguijones habían entrado en su cuerpo, mientras, proseguía en el intento de romper la cuerda. Jirones de ella fueron quedando en el suelo, y conseguí resquebrajarla, aún con las manos esposadas eché a correr lo más rápido que mi mustio cuerpo permitía.


Me adentré entre los árboles, y proseguí en mi afán de abandonar la zona, puesto que los Buer habrían hecho ya de Reda un cuerpo inerte. Una luz se postró ante mí, su presencia llenaba todo el valle, unas alas inmensas, de color negro, y una túnica gris que delataban ser un alto cargo, aunque desconocía su identidad. Nunca había escuchado hablar de él.
Cogió mis manos esposadas y al instante me liberó. No entendía nada, más aún, cuando los Buer se acercaron a mí, me rodearon pero no me atacaron.

Estaba exhausto, pero aún así pregunté por su identidad.

Manteniendo la mirada penetrante ante mis ojos, contestó:

"Tu salvación se llama Erebus".



domingo, 4 de septiembre de 2011

Reda y su espada de sable

No entendía por qué Perséfone llegó a compadecerse de mí.
En situaciones similares, a pesar de no haber querido mancharse sus manos, hubiera podido haber enviado a algún esbirro que hubiese acabado con mi agonía; sin embargo, me perdonó la vida.

Sigilosamente, abrí las puertas del caserón, con intención de percatarme de que ningún peligro me acechaba.
Con sumo cuidado observé que todo seguía como el día anterior. Una soledad inusitada, nada reseñable puesto que mis sentidos se habían acostumbrado a esa sensación.
Recogí mi arpa, mi única compañía, y decidí echar a andar a un lugar más seguro, un lugar donde por fin comenzar mi búsqueda desenfrenada.

Me puse en camino de una alta montaña de la zona oeste del territorio, que a pesar de su altura, me serviría como torre vigía. A medida que mis pasos se aceleraban, mis sentidos me traicionaban cuando a la memoria llegaban los dulces momentos que pasé con mi amada, lo mucho que nos amamos, las bellas composiciones que le regalaba, era entonces cuando los ojos se inundaban. Los Dioses también lloramos, máxime cuando hemos perdido la razón de la existencia, estando condenados en vivir en la eternidad mientras que los recuerdos desvanecen. Solo un Dios puede quitarle la vida a otro Dios, y a veces incluso, es alto complicado ya que, esto descompensaría el normal discurrir de nuestras vidas, la balanza quedaría del lado de la locura humana, por eso, nosotros, estamos condenados a vivir para guardaros, e intentar en la medida de lo posible que vuestras vidas no se conviertan en almas sin corazón.

Llevaría demasiadas horas prosiguiendo mi camino, cuando el viento comenzó a soplar con un ímpetu inusitado. A veces incluso, era agotador caminar contra corriente, caminar contra todo, aunque precisamente era lo que llevaba haciendo durante toda mi vida. Ese era el consuelo que me rodeaba. Pensar que la situación no era mucho más dificultosa a otras situaciones, aunque en esas otras, ella me rodeaba con sus brazos, y las notas musicales nos rodeaban a los dos, por eso, todo era más fácil.

El viento cada vez era más violento, y el cansancio se apoderaba de mí como si de unos tentáculos se trataran. Decidí seguir con mi camino. No podía parar, la peligrosidad de ser descubierto acrecentaba por segundos, y sólo el pensamiento de que los esbirros de Hades me descubrieran me aterraba. Pobre de mí, no quise creer que ya lo habían hecho. Perséfone me había traicionado. Prefirió no ensuciar sus manos y divertirse jugando a encontrarme y aterrorizarme a sabiendas de que entre mis manos la violencia no existe, está vetada.

La niebla comenzó a apoderarse de todo lo que me rodeaba. Quedé inmóvil, paralizado. La presencia podía sentirla, aunque mi vista no conseguía distinguir más allá. Fue así como recibí un duro golpe que me hizo perder el equilibrio y por vez primera, mi arpa se despegó de mis manos. Caí desde la montaña hacia abajo, no entendía qué me había pasado, el dolor se apoderaba de mí, como si de un mortal se tratara.

Cuando pude recuperar la conciencia, abrí los ojos, los cuáles, aún aturdidos no eran capaces de distinguir el ser que tenía ante mí. Debía ser extremadamente fuerte, puesto que el golpe había causado estragos en mi maltrecho cuerpo. Sólo pude gesticular un patético: ¿Por qué?. La respuesta fue inmediata, un impacto en el brazo derecho que me tumbó de nuevo.

Fue entonces cuando entendí que debía hacer frente, para perecer orgullosamente. Un Dios no podía morir de esa forma tan mezquina sin haber intendado al menos una defensa, aunque sin mi arpa, mis posibilidades se antojaban escasas. El guerrero se acercó a mí sin vacilación, me agarró por el cuello, consiguiendo levantar mis pies algunos centímetros del suelo.

- Mi nombre es Reda, un protector del Señor. Mi encomienda es la de llevarle ante él, por expresa petición. Me dijo.


Intenté por todos los medios posibles escapar. Si Reda me llevaba ante él mis posibilidades de salir con vida serían ilusorias. Sin embargo, conseguí apartar sus manos de mi cuello, las cuáles había hecho estragos en él, conseguí escapar. Corría como si fuera alado, recorrí varios metros, sin embargo, me percaté de que el subsuelo de la montaña se tornó en rojizo. Mi mano casi por inercia se posó en mi abdomen. Reda me había herido, mis rodillas hincaron el suelo, mis ojos buscaron el cielo nublado de Hades buscando un halo de vida, mi aliento se tornó frío, mis brazos bajaron, se rindieron, caí desplomado, derrumbado, pálido; moribundo.